Había pasado una semana desde la muerte de la bebé y desde la última vez que supe de Lorenzo.
El silencio entre nosotros era como un abismo que crecía cada día más.
Ningún mensaje. Ninguna llamada. Nada.
Ni siquiera un “¿cómo estás?”.
Yo lo entendía.
Había bebido demasiado aquella noche, había dicho cosas que aún me retumbaban en la cabeza, pero… ¿era tan fácil borrarme así?
¿Después de todo?
Había pasado toda la madrugada atendiendo una urgencia cardiológica. A las siete de la mañana, mis piernas temblaban del cansancio.
Estaba entregando la guardia, revisando los últimos reportes cuando escuché una voz detrás de mí.
Una voz cargada de odio.
—Usted… —dijo alguien con un tono que me heló la sangre—. ¡Usted mató a mi hija!
Levanté la mirada despacio.
Era ella.
La madre de la bebé que habíamos perdido.
Tenía el rostro hinchado por el llanto, el cabello desordenado, y los ojos… Dios, sus ojos eran puro fuego.
Me quedé quieta.
Sentí cómo todo el aire de la sala se evaporaba.
—Señora… —int