Nunca imaginé que un simple sábado por la tarde terminaría convirtiéndose en el caos más absoluto de mi vida. El sol se filtraba por las cortinas, bañando la sala con una luz tibia y tranquila, de esas que te hacen creer que todo está en calma, aunque por dentro estés hecha pedazos.
Tenía el teléfono apoyado entre el hombro y la mejilla mientras metía la ropa de la bebé en la lavadora.
—Mamá, te juro que no paro —dije con una sonrisa cansada—. Ya lavé los gorritos, los pañales de tela, las mantitas... solo me faltan los trajecitos pequeños.
—Ay, hija, no te exijas tanto —respondió mamá desde el otro lado de la línea, con ese tono dulce que siempre me calmaba—. Tienes que descansar. Estás a pocas semanas, y con todo lo que has pasado…
Sus palabras me hicieron suspirar. No quería pensar en “todo lo que había pasado”. En Lorenzo, ni en la distancia helada que se había instalado entre nosotros.
—Estoy bien, mamá. De verdad —mentí.
Me quedé mirando cómo el agua giraba dentro de la lavadora