La noche había sido larga, demasiado.
Las guardias en el hospital parecían eternas últimamente, y aunque el pasillo estaba silencioso, ese silencio pesaba más que cualquier ruido. Tenía una taza de café frío en la mano, los ojos irritados por el cansancio, y una carpeta con los informes de la UCI neonatal.
A las tres y media de la madrugada, el aire olía a desinfectante y a tristeza contenida.
—Doctora, ¿va a subir a ver a la niña del caso Rivas? —me preguntó la enfermera al pasar.
Asentí. No necesitaba decir cuál. Todos sabían de quién se trataba.
La pequeña milagro, como le decían. La que había sobrevivido contra todo pronóstico.
Había nacido con una cardiopatía severa, un defecto estructural que comprometía el funcionamiento completo del corazón. Llevaba tres días conectada a ventilación mecánica, luchando por cada segundo de vida.
Caminé por el pasillo que conducía a la unidad. Las luces azules de los monitores titilaban como estrellas en una noche sin cielo. Al llegar, me puse la