El reloj de pared marcaba las doce y quince cuando escuché el golpe seco de la puerta al abrirse.
No hubo un llamado, ni un aviso. Solo la presencia abrupta, imponente, que llenó mi consultorio como una ráfaga helada.
—¿Disculpe? —alcancé a decir, girando sobre mi silla.
Pero no hizo falta preguntar quién era.
Lorenzo Dimonte estaba en el umbral, impecable con su traje gris oscuro y corbata negra. Su sola figura imponía respeto, como si el aire a su alrededor obedeciera sus reglas.
Mi paciente, un hombre de unos cincuenta años, levantó la vista desde la camilla, confundido.
—¿Quién…? —balbuceó.
—Disculpe la interrupción —dijo Lorenzo con una cortesía que sonó más como una orden que como una disculpa—. Necesito unos minutos a solas con la doctora. Es urgente.
El paciente me miró, buscando alguna señal.
—Está bien, don Javier —dije, esforzándome por mantener la compostura—. Terminamos por hoy, ¿de acuerdo? Le haré llegar las indicaciones por correo.
El hombre asintió, tomó su chaqueta y