Amanecí abrazada a la almohada, aún tibia por el calor que Lorenzo había dejado en la cama. Me quedé unos segundos mirando el espacio vacío a mi lado. Desde hacía días, su ausencia al despertar se había vuelto una costumbre, pero ese día, por alguna razón, me dolió un poco más.
Me estiré con pereza y solté un suspiro. Afuera, el sol se colaba por las cortinas de lino, tiñendo la habitación con un tono dorado. Todo parecía en calma, como si el mundo hubiera decidido pausar solo para mí.
Me levanté y caminé descalza hasta el baño. El mármol frío bajo mis pies me despertó por completo. Me miré al espejo; mi reflejo me devolvió una imagen serena, aunque con ojeras. Llevaba semanas sin dormir bien. Me solté el cabello y lo dejé caer sobre mis hombros antes de abrir la ducha. El sonido del agua fue un alivio inmediato.
Entré y dejé que el agua tibia resbalara por mi piel, bajando por mi cuello, por mis hombros. Cerré los ojos, disfrutando del silencio, del pequeño espacio de paz que aquel m