No dormí.
No pude.
La pelea con Daniel volvió a repetirse en mi cabeza una y otra vez como una película dañada. Cada vez que cerraba los ojos veía su rostro herido, sus palabras quemándome el pecho, su voz rompiéndose cuando dijo que me amaba… y que yo estaba empeñada en destruirlo todo.
Cuando amaneció, la casa estaba en silencio. Daniel había salido temprano. No dejó nota. No dejó mensaje.
Y esa ausencia pesaba más que cualquier insulto.
Me levanté igual, porque la vida no se detiene por nuestros desastres. Ayudé a mi mamá a preparar el desayuno, pero mis manos temblaban tanto que casi se me cae la olla. Ella lo notó. Obviamente lo notó. Siempre lo nota todo.
—Hija —dijo despacio—. Estás muy callada.
Me limité a seguir picando cebollas.
El olor me ardía en los ojos, pero no era por eso que quería llorar.
—Estoy bien —mentí.
—No lo estás —respondió con esa calma firme que solo las madres dominan—. Te conozco. Y sé que estás pasando por mucho… demasiado.
Dejó la cuchara de madera sobr