Sabía que Daniel estaba allí, esperándome. Lo sentí antes de verlo; el aire se cargó de esa tensión que solo él podía provocar, mezcla de amor y de verdad que me dejaba sin aliento. La niña estaba jugando en la sala con un peluche, ajena a lo que estaba por suceder, y mi madre ocupaba la cocina, preparando algo para cenar.
Daniel estaba de pie, apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados, observándome. Sus ojos eran profundos y serios, y me atravesaron como un rayo.
—Elena —dijo con suavidad, pero con un tono firme—. Quiero que me escuches sin interrumpir.
Abrí la boca para responder, pero la voz se me quebró antes de salir.
—Daniel… —empecé, pero él levantó la mano y me interrumpió.
—Daniel…
—Te amo —repitió, interrumpiéndome, esta vez más fuerte, más decidido—. Te amo desde hace tiempo. Y he luchado conmigo mismo por miedo a perderte, por miedo a que no me creyeras, por miedo a que tu pasado te hiciera sentir que no mereces un futuro conmigo.
Me caían lágrimas sin