Llegué a casa con las manos frías, la respiración entrecortada y el corazón golpeándome con una fuerza que me dolía. Tenía la ropa arrugada, el cabello húmedo, los labios aún hinchados por algo de lo que no quería ni pensar. Entré cerrando la puerta con cuidado, como si eso pudiera esconder mis pecados.
Pero ahí estaba él.
Daniel.
Sentado en el sofá, apoyado hacia adelante, los codos en las rodillas, las manos entrelazadas. Me miró apenas entré… y esa mirada me atravesó como un cuchillo. No era enojo.
Era dolor.
Dolor del que uno solo siente cuando algo se rompe para siempre.
—¿Dónde estabas? —preguntó.
Tragué saliva.
Mentir ya no tenía sentido.
—Daniel… yo…
Se levantó.
Despacito, con calma… y esa calma me heló la sangre.
—Solo quiero que me digas la verdad —dijo con la voz ronca—. ¿Estuviste con él?
El silencio entre nosotros pesó como una sentencia.
Yo bajé la cabeza.
Eso fue todo lo que necesitó.
Escuché su respiración cortarse, y cuando volvió a hablar ya no era el hombre tranquil