Habían pasado cuatro días desde que Lorenzo se fue.
Cuatro días en los que el silencio se había vuelto parte de la rutina.
La casa estaba demasiado tranquila, el aire olía a distancia y el reloj de la cocina sonaba como un recordatorio cruel de cada hora sin él.
Tenía una guardia larga esa noche, así que me levanté temprano. Mi vida parecía una de esas novelas de hospitales: turnos eternos, operaciones de emergencia, café frío y emociones reprimidas.
Mientras me vestía, el teléfono vibró sobre la mesa. Era una videollamada de Lorenzo. Dudé unos segundos.
—¿Y ahora qué quiere? —murmuré, aunque ya estaba deslizando el dedo para contestar.
Era una videollamada. Lo dudé unos segundos, pero al final presioné aceptar. Su rostro apareció en la pantalla, perfectamente iluminado, con ese aire arrogante que tanto odiaba y tanto me atraía.
—Hola —dije con una voz neutral, mientras dejaba el teléfono sobre la mesa del tocador, frente al espejo.
Él sonrió, con esa sonrisa que siempre desarmaba mis