Esa noche había sido interminable. Cuando por fin firmé el último reporte del hospital, mis manos temblaban del cansancio. El reloj marcaba casi las nueve de la noche, y la lluvia comenzaba a caer como si el cielo quisiera limpiar todos los pecados de la ciudad. Guardé mis cosas, apagué la luz del consultorio y caminé hasta la salida intentando no pensar en nada… pero su rostro, inevitablemente, seguía ahí.
—Doctora… —la voz de Manuel me detuvo justo al cruzar la puerta principal.
Lo vi apoyado en su auto, con un paraguas en la mano. Llevaba la misma sonrisa de siempre, esa que alguna vez me había hecho perder la cabeza, pero que ahora solo me producía una mezcla de rabia y nostalgia.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, intentando mantener la calma.
—Vine a agradecerte —respondió, avanzando un paso hacia mí—. Astrid está estable gracias a ti. Si no fuera por tu rapidez, habría muerto… tú lo sabes.
Me crucé de brazos.
—No tienes que agradecerme, Manuel. Es mi trabajo.
—¿Y también es parte de