Decidí regresar al hospital.
No quería quedarme ni un segundo más en esa casa. Cada rincón olía a él, cada objeto me recordaba lo que pasó, lo que dijo, lo que no debía sentir. Así que me puse la bata blanca, recogí el cabello y tomé mi bolso. Era hora de volver a mi vida, a lo único que todavía me daba propósito: mis pacientes.
Llamé a Daniel, mi colega y jefe de cirugía.
—Daniel, necesito que cuadremos mi horario —le dije apenas contestó.
—Isabella, pensé que te tomarías unos días. —Su voz sonó preocupada.
—No puedo. Hay demasiados pacientes en lista de espera. Además, ya revisé los reportes, y llegaron nuevos donantes, ¿cierto?
—Sí —dijo tras una breve pausa—. Tenemos un caso urgente: trasplante de corazón. Paciente masculino, 42 años, insuficiencia cardíaca terminal. El donante llegó esta mañana.
—Voy para allá —respondí sin dudar.
Tomé un taxi. El conductor intentó iniciar conversación, pero lo ignoré por completo. No quería escuchar ni mi propia voz. Mi mente se aferraba a una s