El silencio de la suite pesaba como un secreto compartido. La ciudad brillaba a través de los ventanales, pero dentro de aquel espacio, lo único que importaba eran dos miradas enfrentadas: la de él, cargada de posesión y vulnerabilidad, y la de ella, repleta de orgullo y un deseo que trataba de ocultar en vano.
Camila había intentado mantenerse firme, recordarse que debía resistir, que el corazón no podía ceder tan fácilmente a un hombre que había hecho de la arrogancia y el poder su mejor traje. Sin embargo, cada palabra, cada gesto de Alejandro, la desarmaba un poco más.
—No puedes seguir huyendo de lo que sientes —murmuró él, con esa voz grave que parecía temblar solo para ella—. Yo tampoco puedo.
Ella retrocedió un paso, como si la distancia física fuera su último escudo. Aun así, no pudo evitar que sus ojos viajaran hasta los de él, buscando una respuesta que ni ella misma entendía.
—Lo que siento… —respiró profundo, luchando contra la tormenta interior— no puede borrar lo que me