El eco de la confesión aún resonaba en los pasillos. La traición de Álvaro no era simplemente un golpe a los negocios de Sebastián; era un recordatorio brutal de que nadie estaba a salvo, de que incluso la lealtad más antigua podía resquebrajarse bajo la presión del dinero y la ambición.
Julia caminaba detrás de Sebastián por el pasillo principal, en silencio, intentando descifrar sus pensamientos. Lo conocía lo suficiente como para notar que, aunque su rostro permanecía firme, por dentro hervía una tormenta. Su manera de apretar la mandíbula, de cerrar el puño con cada paso, revelaba que no era indiferente.
—Tienes que soltar esto —susurró ella, cuando finalmente entraron en el despacho.
—¿Soltarlo? —Sebastián la miró con dureza—. ¿Cómo podría? Alguien que fue mi mano derecha me apuñaló por la espalda. No se trata solo del negocio, Julia. Es personal.
Ella respiró hondo, intentando no dejarse arrastrar por la intensidad de sus palabras.
—Sé que duele. Pero si te quedas atrapado en es