La noche era húmeda, y la ciudad parecía tan indiferente como siempre. Elizabeth caminó sin rumbo por calles desconocidas, con la ropa empapada por la llovizna y las piernas pesadas como plomo. Nadie la miraba. Nadie notaba a una mujer embarazada vagando por la ciudad, sola, frágil y rota.
La pensión donde se quedó tenía un olor rancio, mezcla de cigarro viejo y paredes húmedas. El colchón apenas era más blando que el suelo, pero era lo único que pudo pagar con las monedas sueltas de su bolso.
Se sentó en la esquina de la cama, abrazando su vientre. El silencio del cuarto era ensordecedor. Cerró los ojos y sintió cómo las náuseas se mezclaban con el mareo. El calor subía a su cabeza como vapor.
—Perdón… —susurró mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas—. Perdón por no saber protegerte… por no tener fuerzas.
Las paredes se movieron. O tal vez fue ella.
Se recostó sin fuerzas, con los labios resecos, el cuerpo tembloroso y los latidos tan débiles que apenas los s