La tarde estaba extrañamente silenciosa.
David había salido hacía casi una hora para resolver algo de trabajo. Elizabeth, sola, se encontró dando vueltas por la casa sin un rumbo claro.
Entró a la habitación de invitados —la misma que usaba como estudio improvisado— y empezó a organizar unos libros viejos que David había dejado en un estante. No era necesario, pero necesitaba distraer su mente.
Al mover un libro grueso de tapa oscura, algo cayó al suelo.
Un sobre.
Amarillento, sin sello, con su nombre escrito a mano en una esquina.
Elizabeth frunció el ceño. Se agachó y lo recogió.
No era reciente. Tenía el papel doblado con cuidado, como si quien lo escribió no hubiera tenido el valor de entregarlo.
Lo abrió.
Reconoció la letra.
Era de David.
Elizabeth:
He escrito esta carta varias veces, y cada vez termino rompiéndola. Pero hoy decidí dejarla guardada, por si algún día la encuentras y necesitas saber la verdad.
Sé que mereces saberlo, pero también sé