El consultorio olía a desinfectante y soledad. Elizabeth apenas podía sentarse derecha, con una bata que no lograba taparle del todo la fragilidad. Llevaba días sintiéndose débil, pero no esperaba lo que el médico le estaba diciendo ahora.
—Tu embarazo es de alto riesgo, Elizabeth. Tienes anemia severa y necesitas reposo absoluto. —La voz del doctor era firme, pero serena—. Si no te cuidas, podrías perder al bebé… o algo peor. Sintió cómo todo el peso del mundo caía sobre sus hombros. Su respiración se volvió más lenta, más tensa. Trató de sostenerse con dignidad, pero las palabras le taladraban la mente una y otra vez. “Podrías perderlo.” Salió del consultorio con el corazón palpitando con fuerza. Afuera, la lluvia comenzaba a caer. Gotitas suaves primero, luego más fuertes, como si el cielo también sintiera su dolor. En la sala de espera, Adrián la miró desde su teléfono, distraído. —¿Qué te dijo el médico? —preguntó sin levantar del todo la vista. —Que debo guardar reposo… y que es un embarazo de alto riesgo —dijo en voz baja, esperando encontrar en sus ojos algo de preocupación, algo que la abrazara sin tocarla. Pero no. Lo que vio fue molestia. —¿Otra vez con esas cosas? Elizabeth, ya bastante tengo yo con el trabajo como para que tú vengas a complicarme la vida con dramas. El golpe no fue físico, pero dolió igual. Elizabeth lo miró con incredulidad, con el alma rota por dentro. —Estoy hablando de nuestro bebé… ¿cómo puedes decir eso? Adrián se levantó con un suspiro exagerado y guardó su celular. —No es mi problema. Haz lo que tengas que hacer. Yo… no puedo con esto. No lo pedí. El silencio que siguió fue ensordecedor. Elizabeth sintió que se le congelaban las manos, el pecho, la esperanza. Trató de hablar, pero las palabras no salían. Adrián simplemente se dio media vuelta y salió del hospital. Y ella se quedó ahí, bajo el sonido de la lluvia y los pasos indiferentes, sintiéndose como una sombra. Abandonada. Débil. Con miedo. Esa noche no durmió. El eco de sus pensamientos la mantenía despierta. Acarició su vientre como si pudiera protegerlo solo con el contacto, como si pudiera prometerle algo que ella misma no sabía si podría cumplir. —Vas a estar bien —susurró—. Yo te lo prometo. Aunque me sienta rota… aunque me duela respirar… vas a estar bien. El bebé no podía escucharla todavía, pero en ese momento, Elizabeth decidió que su hijo no crecería viendo a una madre rendida. Aunque no supiera cómo seguir adelante, lo haría. Por él. Porque ahora no solo era una mujer herida… era una madre, y las madres no se rinden. Miró el techo agrietado de su habitación, el celular al lado con llamadas perdidas que no existían, y sintió cómo el miedo se transformaba lentamente en fuego. No tenía a nadie. Ni padres, ni hermanos, ni amigos. Adrián había sido su único apoyo y se había ido en el momento más oscuro. Pero en medio del dolor, recordó una voz lejana, cálida. David. “Si algún día no tienes a dónde ir… ven a mí.” La voz le llegó como un susurro del pasado. David. Su viejo amigo. Su apoyo en la adolescencia, antes de conocer a Adrián. Siempre estuvo ahí, sin pedir nada a cambio. Hasta que un día se alejó. O ella se alejó, más bien. Adrián decía que no le gustaba “ese tipo”. Había pasado tanto tiempo desde esa conversación que parecía un recuerdo de otra vida. Pero esa promesa seguía ahí, como una vela encendida en mitad de la tormenta. Elizabeth se incorporó con dificultad y buscó su teléfono. Sus dedos temblaban mientras lo desbloqueaba. Abrió la galería y buscó una foto antigua. Ahí estaba David, con una sonrisa que hablaba de paz. Pasó un largo minuto mirando la pantalla, como si en ella pudiera encontrar el valor para escribirle. Luego, suspiró. Marcó su número. El corazón le latía tan fuerte que por un momento pensó que no podría hablar. Pero necesitaba hacerlo. Y cuando escuchó su voz al otro lado de la línea, supo que, tal vez, no todo estaba perdido. —David… ¿aún recuerdas lo que me dijiste una vez? Silencio. Luego, una respuesta cálida, casi inmediata. —Claro que sí. ¿Dónde estás? Elizabeth cerró los ojos y permitió que una lágrima se deslizara por su mejilla. No sabía qué vendría, pero por primera vez en muchas horas, sintió que no estaba completamente sola.