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Capítulo 6 – El secreto de David

David no había dormido bien.

  Desde que escuchó los gritos de Elizabeth en medio de la noche, su mente no encontraba paz.

  La había abrazado hasta que ella se quedó dormida otra vez, sin hacer preguntas.

  Pero el silencio que se instaló entre ellos le decía más que cualquier palabra: Elizabeth cargaba un dolor que iba más allá del abandono.

  Esa mañana, mientras ella descansaba, él sacó su viejo cuaderno de notas para escribir una carta.

Ya no podía seguir haciendo como que no sabía.

  Porque la verdad… es que siempre supo algo.

David llevaba horas con la mirada fija en el cuaderno, pero sin escribir.

  El café sobre la mesa se había enfriado, y su pierna se movía sin cesar, delatando la inquietud que lo recorría por dentro.

Suspiró. Abrió el cuaderno. Tomó el bolígrafo. Dudó. Y escribió.

  No sabía si algún día se la daría.

  Pero necesitaba decirlo… aunque fuera sobre el papel.

Carta de David a Elizabeth

  “Eli:

  No sé cómo empezar esta carta sin sentirme un cobarde. Porque lo fui. Y quizá lo sigo siendo.

  Vi cosas que no debí ignorar. Me dije que no eran graves. Que tal vez tú y Liam tenían una relación intensa, como esas de las películas. Pero no… yo sabía que había algo podrido detrás de su sonrisa.

  La primera vez que lo noté fue en una reunión en casa. Discutían bajito en un rincón. Vi cuando él te tomó del rostro, con ambas manos. Pero no fue con ternura, no… fue con fuerza. Te apretó como si quisiera controlar no solo tu voz, sino tus pensamientos. Y tú, Eli… bajaste la mirada. Como si ya estuvieras acostumbrada a eso.

  Me dolió más de lo que puedo explicar. Pero no dije nada. Era mi hermano. Me sentí dividido entre la lealtad y la sospecha. Y fallé. A ti.

  Otra vez, te empujó. No fue una gran escena, pero fue violento. Te movió con una fuerza innecesaria, solo porque le pediste explicaciones por algo. Me quedé mirando desde el pasillo. Y una parte de mí quiso intervenir… pero otra me dijo que “no era mi lugar”. Maldita esa voz. Ojalá la hubiera callado.

  Lo peor fue cuando lo escuché hablar de ti con sus amigos. Decía que eras una mujer inestable, que lo tenías loco de celos. Que no lo dejabas vivir. Y ellos lo creían. Se reían. Te llamaban “zorra posesiva”.

  Yo escuchaba… y mi corazón se partía.

  Tú no eras eso. Nunca lo fuiste.

  Pero él, con su habilidad para manipular, logró que todos lo vieran como la víctima. Como el hombre atrapado con una mujer ‘tóxica’. Y tú… terminaste aislada. Incluso de mí.

  Te veía apagarte, poco a poco. Dejaste de sonreír. Dejaste de venir. Tus ojos ya no brillaban. Y yo, como un idiota, no hice nada.

  Solo te ofrecí ayuda cuando ya estabas al borde del colapso.

  Perdóname por eso. No sé si merezco tu perdón, pero sí quiero merecer tu confianza ahora.

  No para salvarte, sino para acompañarte.

  No para hablar por ti, sino para escuchar cuando tú estés lista.

  —David.”

  David cerró el cuaderno con fuerza, como si el simple acto de escribir fuera también una confesión consigo mismo.

  Lo guardó al fondo del cajón.

  Aún no era el momento.

Más tarde…

  La casa estaba tranquila. Afuera, el cielo se teñía de un gris melancólico.

  David la encontró en el balcón, envuelta en una manta, con una taza humeante entre las manos.

  El viento le movía algunos mechones del cabello, y aunque parecía serena, él notó la rigidez en sus hombros, la tensión en su mandíbula.

—¿Te ayudo con algo? —preguntó suavemente.

—No. Solo… estoy tratando de respirar.

  A veces parece más difícil de lo que debería.

  David se sentó a su lado, guardando una distancia respetuosa.

—Gracias por anoche —dijo Elizabeth, sin mirarlo—. No por no preguntar. Sino por quedarte.

—Siempre voy a quedarme, Eli. Aunque no diga nada. Aunque no sepa cómo ayudarte.

  Hubo un silencio, largo, pero distinto a los anteriores.

  No era incómodo. Era el silencio que llega cuando dos personas cargan demasiado… pero aún no encuentran las palabras.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo ella, casi en susurro—. ¿Alguna vez… supiste algo? ¿Viste algo en Liam?

  David no respondió de inmediato.

  Pasó la lengua por sus labios resecos, desvió la mirada al horizonte, y finalmente asintió.

—Sí. Vi cosas. Y callé. Por miedo. Por vergüenza. Por no querer enfrentar la verdad sobre alguien de mi sangre.

—¿Por qué no me dijiste nada? —preguntó ella, más herida que molesta.

—Porque me daba miedo confirmar lo que sospechaba.

  Y porque si lo decía en voz alta, ya no había vuelta atrás.

  Pero eso no me justifica. Fui cómplice de tu silencio, sin quererlo.

  Elizabeth tragó saliva.

  Sus ojos se humedecieron, pero no lloró.

—Él me destruyó, David. Me hizo creer que yo era la loca. Que merecía su desprecio. Que si me golpeaba o me forzaba, era porque yo lo provocaba.

  Y lo peor es que… me lo creí. Por mucho tiempo, me lo creí.

  David cerró los puños. Sentía una mezcla de rabia, impotencia y vergüenza.

  Pero se obligó a mantenerse sereno. Porque esa conversación no se trataba de él.

  Era su momento. Su voz. Su verdad.

—¿Tú sabes lo que es mirar tu reflejo y no reconocerte? —continuó Elizabeth—. ¿Saber que sigues viva, pero sentir que algo dentro ya murió?

  Eso fue estar con él.

  David se inclinó un poco, sin tocarla.

—Eli… no estás rota. Solo estás herida.

  Y las heridas sanan. A veces con ayuda. A veces con tiempo. A veces con amor.

  Pero nunca solas. No otra vez.

  Ella lo miró. Por primera vez, sin miedo.

—¿Por qué sigues aquí?

—Porque nunca debí irme.

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