El silencio de la habitación se sentía más pesado que nunca. Sareth estaba sentada en el suelo, la espalda apoyada contra la pared fría, las manos sobre las rodillas. No dormía desde hacía dos noches. Cada vez que cerraba los ojos, la oscuridad se deslizaba dentro de ella, susurrándole promesas que no quería oír.
Sabía que si se quedaba ahí, acabaría cayendo. Podía sentir cómo su mente empezaba a fracturarse, cómo la voz de Castiel se entrelazaba con aquella oscuridad que parecía vivir en su sangre. La estaba consumiendo lentamente, y si no hacía algo pronto, no habría vuelta atrás.
Inspiró hondo. Tenía que resistir. Tenía que pensar.
Las paredes blancas de la habitación se volvían más opresivas con cada hora. No había ventanas, solo esa puerta que se abría cuando alguien venía a traerle comida o a vigilarla. Todo lo demás era silencio. Demasiado silencio.
Hasta que lo sintió. Esa presencia. Esa energía inconfundible que hacía que el aire pareciera más denso.
Castiel.
La puerta se abr