Sareth estaba encadenada al frío metal de la pared, sus muñecas sangraban ligeramente por las marcas de los grilletes, y su respiración era corta, entrecortada. Cada músculo de su cuerpo clamaba por descanso, pero el cansancio apenas le daba tregua; el miedo, la frustración y la rabia bullían en su interior, un volcán a punto de estallar. Sabía que Myra vendría, y con ella, la promesa de dolor.
La puerta chirrió al abrirse, y Myra apareció, su silueta iluminada por la luz tenue que colaba por las rejillas de la sala. La sonrisa cruel en su rostro era un veneno lento. Avanzó con pasos medidos, disfrutando del impacto que su presencia causaba en Sareth.
—Pensé que habrías aprendido a comportarte, Sareth —dijo Myra, mientras giraba el látigo entre sus dedos—. Pero parece que tu resistencia es más fuerte de lo que esperaba.
Sareth apretó los dientes, y un escalofrío recorrió su espalda. No iba a suplicar. No por ella. No por nadie.
Myra se acercó, y con un movimiento rápido y preciso, el