La tensión que había quedado en la cocina y en los pasillos era palpable, pero Sareth ya estaba acostumbrada. Desde que llegó a ese castillo, podía sentir cómo el aire se espesaba en cada sala a la que entraba. Terminó de comer y decidió entrenar. Aziel le había dado acceso al salón de entrenamientos, aunque también le había dicho que podía usar el patio de armas. Esta vez optó por el patio.
El sol caía de lleno sobre el empedrado, arrancando destellos de los filos de las espadas en práctica. Los soldados se movían con disciplina, el sonido metálico de los choques de acero resonaba como un coro constante. Fue allí donde la tensión de la mañana finalmente estalló.
Sareth entrenaba junto a otros guerreros cuando Myra, incapaz de soportar más su presencia, se enfrentó a ella con una burla venenosa. Su voz cortó el aire como una daga: la cuestionó frente a todos, despreciando su valor y su derecho a portar un arma.
Sareth, cansada de callar, respondió con un movimiento seco y certero: la