El silencio en la caverna era casi humano, lleno de respiraciones, de pasos contenidos.
Sareth observaba cómo los demonios se movían entre las sombra. No había gritos, ni órdenes, ni cadenas. Solo rutina.
Elio no apartaba la mano del mango de su espada. Cada vez que una de esas criaturas pasaba demasiado cerca, su instinto lo empujaba a reaccionar. No confiaba. No podía.
—No hace falta que los vigiles tanto —dijo Sareth sin girarse, notando su tensión—. Si quisieran matarnos, ya lo habrían hecho.
—No lo entiendes —respondió él en voz baja—. Esto… todo esto va contra lo que soy.
Sareth se volvió hacia él.
—Y lo que eres no siempre tiene razón. haz visto a Castiel, de lo que es capaz, no todos los ángeles son buenos…
Elio la sostuvo con la mirada, frustrado, pero sin palabras. Estela se había sentado cerca de una hoguera oscura, dejando que una demonio de piel morena le curara una herida en el brazo. La mujer trabajaba con una calma extraña, trazando símbolos sobre la piel de Estela c