Tensiones.
El amanecer llegó sin que nadie lo notara. El almacén donde se habían refugiado olía a humedad y aceite viejo, un olor que impregnaba la ropa y las manos. Afuera, la lluvia había cedido, pero el viento arrastraba ráfagas heladas que hacían crujir las paredes metálicas.
Damian estaba de pie junto a una ventana rota, mirando hacia la carretera que apenas se veía entre los árboles. Su cuerpo entero parecía una cuerda tensa, listo para romperse. Sus dedos tamborileaban sobre el marco de la ventana, pero sus ojos no parpadeaban.
Isela, sentada en una caja de madera, repasaba el cuaderno. Los símbolos seguían brillando con su luz tenue, pulsando con un ritmo propio que parecía responder a su respiración. Sentía la energía del dispositivo en la mochila junto a ella, como un animal dormido que podría despertar en cualquier momento.
Livia, apoyada contra una columna, se frotaba los brazos para entrar en calor. Desde la emboscada no había dicho mucho, pero sus ojos observaban todo, midiendo, ev