La lluvia había disminuido, pero el cielo seguía gris, cargado de presagios. El grupo se refugió en un almacén abandonado en las afueras de la ciudad, uno de esos lugares que parecía que el tiempo había olvidado. La madera crujía bajo los pies, y las sombras de los estantes vacíos se mezclaban con la luz tenue de los faroles que Damian había encendido.
Isela dejó caer la mochila sobre una caja metálica, su cuerpo temblando no solo por la adrenalina sino también por el frío que se filtraba entre la ropa mojada. Respiró hondo, intentando calmar el corazón, mientras sus dedos todavía sentían el pulso tibio del dispositivo a través de la tela.
—Tenemos que revisarlo —dijo Damian, con la voz firme pero baja, sin apartar los ojos de la carretera imaginaria que aún veía en su mente—. Cada vez que lo usamos, algo cambia. No podemos permitir que el Consejo lo descubra o que termine en manos equivocadas.
Isela asintió, sin decir nada. Sabía que Damian estaba en lo cierto. El dispositivo había s