Infiltrados.
El rugido de la tormenta era casi ensordecedor mientras Isela y Damian avanzaban por los callejones de la periferia de la ciudad. Cada charco reflejaba luces rojas y azules, destellos que parecían perseguirlos incluso bajo la lluvia. El dispositivo en la mochila de Isela vibraba con fuerza, como un corazón latiendo rápido, guiándolos hacia el complejo del Consejo.
Damian sostenía su arma con firmeza, pero cada vez que pasaban junto a un muro alto o una sombra que se movía, sus ojos buscaban la de ella. Isela sentía esa mirada, y por un instante, el miedo se mezcló con algo más cálido, más humano: la certeza de que no estaba sola.
—Tenemos que entrar sin hacer ruido —murmuró Damian, señalando un portón lateral, semiderruido.
Isela asintió, apretando la mochila contra su pecho. Cada paso parecía un desafío, cada crujido del suelo húmedo un aviso de que podían ser descubiertos.
—Damian —dijo, bajando la voz—. Gracias.
Él se inclinó hacia ella, apenas rozando su hombro con el suyo.
—No ha