Cautiverio.
El blanco del cuarto era absoluto, casi cruel. No había sombras que protegieran, ningún rincón donde esconderse. Solo los paneles de luz fría pulsaban con un ritmo constante, como un corazón mecánico que los vigilaba.
Livia estaba encorvada en la esquina, abrazándose las piernas. Sus hombros temblaban con cada sonido, incluso con su propio aliento. Leo estaba de rodillas frente a ella, intentando controlar la respiración. Había aprendido a ignorar el dolor físico, pero el psicológico era otra cosa: el zumbido constante de la sala, los micrófonos invisibles, la vigilancia de cámaras diminutas, todo parecía diseñado para quebrar la mente antes que el cuerpo.
—Nos están estudiando —murmuró Leo, apenas moviendo los labios.
Livia tragó saliva, los dedos temblando mientras se aferraba a las rodillas.
—No sé cuánto más puedo… —su voz se quebró.
—Resiste —dijo Leo, apretando los dientes—. Debemos mantenernos juntos. Aguanta.
Un zumbido agudo interrumpió la frase, más alto que de costumbre, re