Laboratorio B.
El frío era distinto allí dentro. No era el frío de la lluvia ni de las noches en las calles; era un frío calculado, de laboratorio, hecho para quitarle al cuerpo cualquier sensación de refugio.
Leo lo sentía en cada respiración, como si inhalara cuchillas invisibles. Livia, a su lado, temblaba bajo la manta gris que le habían dado, aunque no servía de mucho. Ambos estaban sentados en una celda de paredes blancas, lisas y sin costuras, iluminada por una luz fluorescente constante que no dejaba sombra en ningún rincón.
El suelo era de un material liso y brillante, imposible de arañar. La única interrupción en aquella pureza era una puerta metálica sin manija visible y una pequeña cámara negra en la esquina superior.
Cada cierto tiempo, un zumbido recorría el techo, como si un enjambre eléctrico estuviera justo arriba, escuchando cada palabra.
Livia se abrazó las rodillas. Sus labios estaban partidos. Tenía la mirada fija en el suelo, pero Leo podía notar que en realidad miraba hacia ad