El Salto.
La cerradura cedió con un chasquido seco.
El sonido no fue solo metálico: fue definitivo, como un hilo que se rompe después de tensarse demasiado.
Isela sintió que la respiración se le cortaba. Livia, detrás de ella, se tapó la boca para no gritar.
La puerta se abrió apenas, un ángulo mínimo, y la oscuridad del pasillo se filtró dentro del apartamento como humo negro.
Un pie entró primero: un zapato oscuro, sin cordones. Después, una mano enguantada empujó la madera. Y, por último, la silueta de Selena, erguida, con la misma chaqueta con la que Isela la había visto tantas veces en la universidad, pero ahora con otra postura. No era su amiga entrando, era un cazador.
—Isela —dijo con suavidad, y esa suavidad fue más aterradora que cualquier grito—. No lo hagas difícil.
Isela apretó el cuaderno contra el pecho y se interpuso entre Selena y Livia. Sus manos temblaban, pero no retrocedió.
—No te acerques —susurró.
Detrás de Selena, en la penumbra del pasillo, el hombre encapuchado avanzó