El Cónclave Roto.
La sala oval del Consejo nunca había estado tan callada. Un silencio grande, pesado, casi húmedo, se estancaba entre las paredes de vidrio blindado mientras las luces blancas parpadeaban como si el edificio dudara en seguir funcionando.
El padre de Isela permanecía de pie, con los dedos crispados alrededor del borde de la mesa.
No había dormido, nadie lo había hecho. El informe con el cuerpo del doctor, las cámaras en negro, la fuga de dos centinelas, todo había caído sobre ellos como un derrumbe.
—No puede ser real… —murmuró alguien más al fondo—. Livia no pudo haber…
—Lo hizo —interrumpió la madre de Isela, con una voz tan seca que parecía astillarse—. Y si no dejamos de negar las consecuencias, Leo nos destruirá a todos.
El nombre cayó como piedra en agua sucia: Leo.
El hijo que ninguno de ellos había querido mirar demasiado de frente.
El padre de Isela inspiró, lento, como si el aire le pesara en los pulmones.
—No era… no era así como debía desarrollarse el proyecto —susurró, mira