El Camino Continúa.

El silencio después del estruendo era lo peor. Ni el rugido del fuego, ni el zumbido de los drones, ni siquiera los gritos que el Consejo dejaba tras su colapso, nada dolía tanto como ese silencio.

Era un vacío espeso, un silencio que apretaba la garganta.

El aire olía a ceniza, metal derretido y miedo. Isela apenas podía respirar. Las paredes del pasadizo temblaban por las explosiones lejanas, pero nadie se movía. Ni ella, ni Damian, ni Livia.

Los tres estaban ahí, en medio de la penumbra, cubiertos de polvo y hollín, con la mirada perdida hacia el túnel que acababan de dejar atrás.

Donde Selena había quedado.

—No puede haber muerto —susurró Livia, con la voz rota, apenas un hilo de aire—. No así… no ella.

Damian no respondió.

Tenía la mirada fija en el suelo, los puños cerrados sobre las rodillas. Había sido su compañero en el Consejo durante años, su igual, su sombra. La conocía mejor que cualquiera de ellos. Y aun así, no había podido salvarla.

—Selena sabía lo que hacía —dijo por
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