Demasiado cerca del abismo.
Isela cerró los ojos, buscando obligarse a dormir, pero fue inútil. Cada vez que lo intentaba, la imagen de Damian acercándose volvía a ella: su mirada fija, su voz grave, el calor de su respiración rozándole la piel.
Se revolvió entre las sábanas, incómoda, hasta que decidió rendirse. Caminó de puntillas hacia la sala, con la esperanza de que el sueño la alcanzara allí, en silencio.
Damian seguía en el sofá. No dormía. Estaba sentado, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida en la oscuridad. La manta que le dió había caído al suelo, olvidada. La luz intermitente de los relámpagos lo iluminaba por instantes, dibujando en su rostro esa expresión de vigilia permanente, de alerta contenida.
Isela se detuvo en el marco de la puerta. Dudó. Pero cuando él giró la cabeza y la descubrió, ya era tarde para retroceder.
—No puedes dormir —afirmó, sin preguntar.
Ella negó con un gesto.
—La tormenta es demasiado fuerte.
Damian asintió lentamente, como si hubiera esperado esa respu