Cazadora Uno.
El frío del Umbral no era real, pero Selena lo sentía en los huesos. Había cruzado por esa frontera cientos de veces en nombre del Consejo, pero aquella misión era distinta. No era solo una operación: era una deuda personal. El dispositivo que Isela y su grupo buscaban no podía caer en manos equivocadas. Y, por más que le costara admitirlo, Isela era una de esas manos.
Se movía sigilosa entre las columnas de luz azul, tan cerca que podía oler el ozono que desprendía cada pulso energético. Había aprendido a fundirse con la arquitectura del Umbral, a desaparecer de la percepción ajena. Desde la distancia, observaba al grupo avanzar, como insectos atrapados en un organismo vivo.
Leo iba primero, el soldado. Damian, siempre calculador. Livia, temblando de miedo. Y en medio, Isela, con ese cuaderno maldito que era más que tinta y papel. Selena apretó los dientes. El Consejo había confiado en ella para recuperarlo, pero nadie le había advertido de que Isela sabría usarlo así.
Cuando las cri