Me levanté antes de que el sol se alzara completamente, con una presión en el pecho que ya me resultaba familiar. El insomnio no era nuevo, pero esa mañana la ansiedad venía envuelta en recuerdos y sensaciones extrañas. El sueño que había tenido —en el que mi madre se perdía en un laberinto sin puertas— me dejó una inquietud latente que no se disipó ni después de una ducha larga y caliente.
Me preparé un café, uno más fuerte de lo habitual. Olivia aún no había llegado y el silencio del apartamento era apenas interrumpido por el lejano murmullo del tráfico y el tic-tac suave del reloj sobre la pared. Mientras sorbía el café, revisé el expediente que Lucas Martini me había entregado la tarde anterior. Lo abrí con cautela, como si el papel pudiera explotar entre mis dedos.Allí estaban los nombres: Gregorio Lanza y Fabio Santino. Ambos habían estado internados en el psiquiátrico de San Aurelio en 2002, el mismo año en que mamá desapareció. Gregorio había permanecido a