El silencio en el dormitorio era más pesado que el plomo. Solo se escuchaba la respiración suave y entrecortada de Senay, un sonido que torturaba la conciencia de Ahmed. Él estaba sentado en el borde de la cama, inmóvil, observándola.
Era una imagen de fragilidad absoluta. Ella se abrazaba a sí misma, los brazos cruzados sobre el pecho en un gesto instintivo de protección, y ponía una mano en su vientre, ese lugar donde la vida había existido y donde ahora solo quedaba la sombra de un recuerdo. La escena era tan desgarradora que el nudo en el pecho de Ahmed no era de ira, sino de una culpa insoportable.
Esta imagen provocaba que su conciencia se revolviera. Un grito silencioso resonaba en su mente: ¿Qué le había hecho? Se preguntaba una y otra vez. Se sentía como el responsable directo de esa histeria, de ese colapso de la cordura. La visión de Senay, convertida en una niña asustada que hablaba con un bebé fantasma, era la prueba de que la verdad le caía como un rayo: la había roto.
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