Capítulo LXXXI

El mundo se había transformado en una sirena estridente y el olor metálico de la sangre y el desinfectante. Para Horus, el trayecto hasta el hospital fue una pesadilla a alta velocidad, un eco aterrador de la noche en que le dispararon a él mismo. La historia se repetía, pero esta vez, la víctima era su madre y el verdugo, su hermano.

Horus corrió al Hospital junto a Nicolai y seguridad, irrumpiendo en la sala de espera privada con una furia silenciosa que lo hacía parecer más peligroso que cualquier guardia. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, estaban encendidos por la incredulidad y la rabia.

Allí estaba Set, su padre, reducido a una figura encorvada en una silla de plástico incómoda, su ropa de dormir cubierta con manchas oscuras y coaguladas. Set, el pilar de la industria, el hombre que nunca mostraba debilidad, estaba temblando incontrolablemente, sosteniendo una taza de café que no bebía.

—Padre… —la voz de Horus se quebró. No por piedad, sino por la realidad descarnada
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