La mesa estaba puesta como un altar a la ilusión: cristal fino, porcelana, velas parpadeantes y un único tallo de rosa roja. Pero en lugar de un banquete romántico, lo que allí se servía era tensión pura.
La tensión en la mesa era evidente, espesa como la niebla del mar. Ahmed comía con un apetito voraz, el rostro iluminado por la alegría distorsionada de quien cree estar viviendo el momento más feliz de su vida. Senay, sentada frente a él, era la personificación de la quietud forzada. Senay trataba de no gritar, de no verse triste. Cada fibra de su ser quería vomitar el miedo, quería gritar que la dejara ir, pero sabía que el mínimo indicio de resistencia física o emocional desataría de nuevo la tempestad.
Estaba actuando. Estaba haciendo algo que había aprendido con Horus, ese control absoluto bajo presión, esa máscara inquebrantable que el primogénito usaba en las negociaciones de alto riesgo. Ahora, ella lo aplicaba a una cuestión de vida o muerte: estaba actuando ante un espectad