Los días que siguieron a la ostentosa Gala de Empresarios se deslizaron en una rutina extraña y silenciosa. La vida de Horus y Senay se había convertido en un baile sincronizado. Él iba a su oficina, ella a su estudio de arte. Por las noches, compartían la suite de Malibú, durmiendo en camas separadas pero con una lealtad creciente que era más fuerte que cualquier pasión. La fachada de su matrimonio era tan perfecta que hasta los propios Arslan comenzaban a dudar de sus instintos.
Pero la mansión de Malibú, por muy grande que fuera, se sentía como una jaula. El sonido del mar, que al principio era paz, se había convertido en un constante recordatorio de su aislamiento. La seguridad, aunque necesaria, la sofocaba.
Por eso, Senay insistió en una concesión: volver de vez en cuando a su viejo apartamento en la ciudad.
El apartamento era un lugar pequeño, lleno de luz natural, donde aún colgaban sus cuadros sin terminar y sus viejas chaquetas. Era el único sitio donde podía volver a ser so