La orquesta había pasado de los vals a un jazz suave, y los invitados se habían acomodado en sus mesas, listos para el banquete. La mesa principal, elevada en un estrado, era el centro del universo de los recién casados.
Senay y Horus se pusieron de pie, tomados de la mano, para ofrecer el brindis. Senay se sentía extrañamente ligera. El miedo latente que la había acompañado durante las últimas semanas había sido momentáneamente desplazado por la simple alegría de la formalidad. Por un momento, al lado de Horus, sintió que estaban construyendo algo real, aunque supiera que era una ilusión de cristal.
Una oleada de aplausos se extendió por el salón. Senay sonrió a los presentes, su radiante felicidad era un arma contra las miradas ácidas de Ahmed y Hadilla, que se distinguían en la penumbra de una mesa más alejada.
—Estimados invitados, amigos, familia —comenzó Senay, su voz firme, sin el temblor que sentía en su interior—. Gracias por ser testigos de este momento. Horus y yo estamos i