La majestuosidad del Palacio Çırağan se extendía bajo el sol poniente de Estambul. El Salón de los Sultanes, adornado con miles de lirios blancos y candelabros de cristal, era el escenario perfecto para la celebración más importante de la temporada.
Senay caminaba por la alfombra roja, sostenida por el brazo de Horus. Su vestido era una obra de arte sencilla y costosa, de seda marfil que acentuaba su embarazo aún incipiente, aunque disimulado con maestría. Cuando se detuvo frente al oficiante, sus ojos miel se encontraron con los de Horus. Él vestía su traje tradicional con una dignidad sorprendente, su mirada, habitualmente fría y analítica, parecía por un instante... sincera.
El mundo se redujo al eco del Bósforo y las palabras del acuerdo. Horus deslizó el anillo, un diamante tan grande como su promesa, en el dedo de Senay. Ella sintió el metal frío y la piel cálida de su mano. En ese breve instante en el que los votos sagrados se pronunciaban sobre el silencio de la ley, algo camb