Una vez fuera de la opulenta y ruidosa gala, el aire frío de Nueva York los golpeó, pero Horus y Senay estaban envueltos en una burbuja de calor y emoción. Senay aún tenía los ojos brillantes por la declaración de amor pública que Horus había hecho en el estrado. El gesto la había conmovido hasta lo más profundo.
—Horus, no tenías por qué... —comenzó ella, mientras caminaban hacia el coche que ya los esperaba.
—Sí, tenía —la interrumpió él, abriéndole la puerta con una sonrisa. Su rostro serio mostraba una satisfacción inusual—. Quería que todos supieran que esa belleza, esa sencillez, es la tuya. Y quiero esa pintura en nuestro dormitorio de Malibú, recordándonos que el arte puede ser un grito de amor.
Senay sintió que el corazón se le hinchaba de gratitud. Subió al coche, sintiéndose protegida y adorada.
Una vez fuera de la gala, Horus hace su jugada. Él se había asegurado de que el coche no los llevara de vuelta al hotel, sino a un destino mucho más íntimo.
—Pensé que después de ta