El carruaje real atravesó lentamente la gran verja del Palacio de Theros, escoltado por caballeros con armaduras resplandecientes y estandartes del Reino ondeando en el viento. Tras varios días de ausencia, la Reina Madre Isolde regresaba al centro del poder, con la misma elegancia temible que siempre la había caracterizado. Sus labios, tan delgados como su paciencia, apenas se curvaron en una sonrisa al ver el sólido edificio que albergaba los hilos de la corona. Nadie sabía con certeza dónde había estado. Algunos decían que inspeccionaba las defensas del norte, otros que revisaba las alianzas de comercio con los reinos vecinos. Pero todos sabían que su partida había ocurrido justo después del misterioso envenenamiento del príncipe Leonard durante el baile de la Copa del Dragón.
Violeta Lancaster, sentada en la galera del ala este, la vio descender del carruaje antes que nadie. El corazón le dio un vuelco. Su vista se fijó en la figura altiva que emergió con porte regio, vestida de a