Las horas más peligrosas no son las del día.
Son las que se arrastran en la oscuridad, cuando los muros callan y los secretos despiertan.
Era pasada la medianoche cuando Lady Arabella Devereux abandonó sus aposentos. La capa negra que la cubría absorbía cada rastro de luz, como si ella misma fuera parte de la sombra. Caminaba sin prisa por los pasillos silenciosos del ala sur, allí donde ya no pasaban doncellas ni rondaban los sirvientes. Cada paso resonaba bajo el mármol, pero ella no titubeaba.
Sabía a dónde iba.
Y sabía lo que estaba a punto de hacer.
Una elección.
No de aquellas que se confiesan en voz alta, sino las que condenan el alma en silencio.
Arabella descendió una escalera lateral oculta tras un tapiz polvoriento. Nadie la seguía. Nadie la esperaba. Excepto los dos hombres que emergieron de la penumbra cuando llegó al pasillo subterráneo, justo detrás de la antigua bodega de los reyes caídos.
—Llegas tarde —gruñó uno, de rostro anguloso y barba incipiente. Su voz era seca