Las semanas se deslizaban entre los tapices del palacio como el viento por rendijas mal selladas: imperceptible, pero imposible de ignorar. Las llamas en las chimeneas ardían con parsimonia, las copas tintineaban en los banquetes cuidadosamente organizados por la reina madre, y los pasillos, tan majestuosos como helados, guardaban secretos en cada rincón donde la luz de las antorchas no alcanzaba. Todo seguía igual. Inquietantemente igual.
Violeta, o mejor dicho Emma Valmont, comenzaba a comprender que en Theros no todo se movía a plena luz del día. Las verdaderas batallas se libraban al caer la noche, cuando los susurros reemplazaban a las órdenes, cuando los pasos eran ligeros y las miradas se volvían cuchillos envainados. Durante el día, era la prometida del príncipe Leonard. Por la noche, una marioneta atrapada entre hilos que no había pedido.
En el exterior, los jardines lucían impolutos. Las doncellas continuaban con sus tareas, los nobles hablaban de alianzas matrimoniales y lo