El silencio del ala oeste del palacio era engañoso. Bajo sus mármoles pulidos y cortinas perfumadas, se escondían más secretos que en los oscuros pasillos del castillo viejo. Y esa tarde, cuando el Príncipe Leonard de Theros caminó por ellos, su paso era firme, pero su alma turbulenta.
Aún podía ver a Violeta con los labios pálidos, con el veneno casi apagando la luz de sus ojos. Aún sentía el nudo en la garganta cuando ella se apartó con frialdad y se dejó consolar por el maldito príncipe D’Arvent.
Y había una sombra que no podía ignorar. Una presencia constante que, durante años, lo había envuelto de ternura, seducción y manipulación camuflada en belleza.
Lady Arabella Devereux.
La encontró en la galería de las rosas, bordando, como si nada ocurriera fuera de las flores y el hilo. Su piel lucía inmaculada, sus mejillas apenas sonrojadas por el sol que se colaba entre los vitrales. Sonrió al verlo entrar, con esa sonrisa que tiempo atrás lo había desarmado.
—Leonard… qué sorpresa tan