Capitulo 5

IRLANDA 1903

Castle estaba ubicado en la parte más norteña de la isla, frente a la isla de Achill. Construido en el siglo XIII por el primer St Clare asentado en estos parajes, el edificio original había sufrido varias transformaciones. Muros de pálidas piedras soportaban estructuras muy intrincadas, pero las torres del castillo seguían irguiéndose en lo alto. Hacía seis meses que Jon  no estaba en casa, pero apenas le sobrecogió la vista de la antigua barbacana y la torre central que asomaba tras ella. 

Había estado por toda Europa en un viaje totalmente inútil.  Miró con gravedad el paisaje mientras el carruaje atravesaba el polvoriento camino hacia el castillo. Si

encontraba a su hermano en Castle, pensaba retorcerle el cuello, y después de haber buscado por todas partes, esperaba encontrarlo aquí.  Como siempre, el viejo portalón de hierro oxidado estaba abierto. El carruaje de Jon  lo atravesó con estrépito. O’Hara frenó tan abruptamente que los dos caballos castaños rechinaron y Julián dio un salto en el asiento. 

Tragando saliva, se apresuró a abrir la puerta, cuyas bisagras chirriaron. Su carruaje era tan viejo como su sirviente. No le importaría adquirir uno más moderno, pero se resistía a desprenderse del viejo sirviente a pesar de que ocasionalmente lograra irritarle. 

—Milord, le ruego me disculpe —resolló O’Harasin aliento.

Jon  no esperó a que bajara de su asiento en lo alto. Descendió del carruaje y recorrió el sendero de  gravilla. Empujó la pesada puerta principal y se detuvo en el interior del grande y tenebroso vestíbulo. Era una parte de la construcción original. Y como tal era totalmente de piedra, frío y, al carecer  de ventanas, oscuro. De las vigas del techo colgaban banderines. De las paredes, espadas, mazas y una ballesta, toda clase de armas antiguas. La gran chimenea empotrada en la pared más alejada carecía de un fuego de bienvenida. Los suelos de piedra estaban desnudos y fríos. Julián podía sentir el frío filtrándose por las gastadas suelas de sus botas de montar. 

—¡Robert! —rugió.

Nadie respondió, salvo el eco de su propia voz, pero no esperaba respuesta. La casa era demasiado grande.  Cruzó la sala sin ver un alma. Hacía tiempo que había reducido el servicio quedándose sólo con 0'Hara, dos sirvientes y un cocinero. Dado que el servicio apenas podía mantener en buen estado la enorme casa, ignoró las motas de polvo que se respiraba en la atmósfera y las telarañas de los rincones. 

No pudo evitar pensar en la esposa que para empezar no había querido. Para ella la casa no sería nada acogedora, habituada como estaba al esplendor de la alta sociedad de Nueva York. Al pensarlo se le aceleró el corazón.  Jon atravesó otro corredor sin iluminar, dejando atrás la torre del homenaje. El ala que habitaba la familia fue construida en el siglo XVI. Los suelos eran de parquet y las ventanas, grandes. De las paredes colgaban numerosas obras de arte, incluyendo un Boticelli, un Velázquez y un Courbet. 

Jon  nunca fue capaz de desprenderse de los cuadros que su familia había coleccionado y admirado durante siglos.  Se detuvo ante la habitación de su hermano, sólo lo suficiente para oír una risita femenina. Los ojos de Jon  se agrandaron y se apresuró a abrir la puerta. 

Robert se incorporó en la cama de cuatro postes que mostraba signos de reciente actividad. Sólo llevaba unos pantalones de algodón gris. Estaba medio abrazado a una muchacha del pueblo que Jon creyó reconocer.   La muchacha, apenas vestida, dio un grito y se subió el vestido para cubrirse los abundantes pechos. Robert miró a Jon y palideció. Dio un salto de la cama y la muchacha echó a correr. 

—¡ Jon, has vuelto!

—Qué inteligente, Robert —espetó Jon. Lo miró con ceño—. Se supone que debías estar en el balneario.  

Robert se pasó la mano por el cuello y el pelo castaño. 

—Jon, ¿crees que puedes culparme por querer divertirme, antes de que sea demasiado tarde para hacerlo? 

Jon sintió que se le partía el alma.

—Sólo es un poco de deporte de cama, hermano. —De pronto Robert cambió de expresión.

Jon se tensó en cuanto él tuvo un fiero acceso de tos. Muy adusto, Jon esperó a que pasara el ahogo antes de comenzar a hablar. Dirigiéndose a la mesita de la cama, sirvió un vaso de agua y se lo ofreció.

—¿Cuántas veces te he dicho que te mantuvieras alejado de las muchachas del pueblo?

—Es viuda —dijo Robert a media voz—. Yo no soy tan caballero ni inteligente como tú, pero tampoco soy un estúpido. Nunca me tendría una relación así con una doncella sabes que no  soy material para esposo, para que condenar a una joven a vivir con alguien como yo.

Jon miró escrutadoramente a su hermano. Eran hombres muy distintos, y no sólo porque Robert tenía el  pelo rojizo. Robert siempre había sido atractivo e imprudente. Había dejado una retahíla de corazones rotos desde Dublín hasta Londres. Julián entrecerró los ojos. Aunque Robert tenía las mejillas sonrojadas, no había perdido peso. La última vez que Jon había visto a su hermano, éste tenía ojeras, la piel blanca como la cera y un aspecto terrible. Parecía que había mejorado. 

—Tienes buen aspecto.

Robert sonrió sin malicia en sus ojos grises.

—He tenido una buena semana. Me parece que los médicos se equivocan. Creo que este clima es menos  peligroso de lo que dicen.

—Quiero que vuelvas al balneario —dijo Jon cansinamente—. Sin peros que valgan. 

Robert se desilusionó.

—Jon, sé que eres capaz de entenderlo. Tenemos que discutirlo tranquilamente. ¡No quiero pasar los  últimos días de mi vida en un balneario!

Jon suspiró.

—¡No estás al borde de la muerte ¡—espetó—. ¡No hables de ese modo!

La expresión de Robert era de obcecación.

—Quiero disfrutar los últimos días de mi vida. 

Jon  agudizó la mirada. Dolido. Robert sonrió, se dirigió hacia su hermano y lo abrazó.

—Me siento mucho mejor desde que llegué a casa. Mis ánimos son tan importantes como mi salud. 

Jon se sintió a punto de transigir.

—Dicen que sólo estuviste un mes en el balneario. En cuanto embarqué hacia América, te marchaste.  Robert se encogió de hombros sintiéndose culpable.

—Aproveché tu ausencia. ¿Has vuelto solo a casa? 

Jon sintió una incómoda emoción. Se irguió.

—Sí. Pero no temas. He cumplido con mis responsabilidades familiares. Sencillamente, he dejado a mi  pequeña esposa en Nueva York hasta la primavera.

—¿Te has casado? —A Robert le brillaron los ojos—. Jon, es maravilloso... ¡háblame de ella!

—No hay nada que decir. —Jon apartó la mirada cuando evocó la encantadora imagen de Elisa.

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