Capitulo 4

—Esto no te disculpa. Quizá otra mujer se sintiera halagada por esta clase de arreglo, pero no yo.

—Mi hermano está enfermo.

Elisa se irguió, sorprendida. Jon apretó la mandíbula y evitó mirarla a los ojos.

—Robert es mi hermano pequeño, mi único hermano. Mis padres murieron hace años. Es la única familia  que tengo, y yo soy el único que puede ocuparse de él. —La angustia de Jon era evidente, asomaba a sus ojos, consumiéndolo. Ella deseó no haberse enterado—. Le han diagnosticado tisis —explicó él. 

Elisa abrió más los ojos. La tisis era fatal. Tarde o temprano, su hermano sucumbiría a la enfermedad y moriría. 

—Lo siento...

Él agitó la cabeza, mirándola de modo conmovedor.

—¿Los sientes?

—Claro.

Volvió a aclararse la garganta antes de seguir. Se le había enrojecido la punta de la nariz.

—Está en un balneario, y debe permanecer allí durante el resto... el resto de su vida. El tratamiento es muy caro.

—Ya veo —dijo Elisa, comenzando a comprender. 

Jon  se volvió y le dio la espalda.

—No puedo pagar las facturas. Pero el clima de Irlanda no le conviene. Robert, por supuesto, prefiere  Londres, pero tampoco le conviene. Aunque yo no tenga el dinero para el es mejor quedarse en el Balneario, el clima es mas benévolo allí.

—Así que viniste a América para casarte con una heredera.

—Sí. No tenía otra opción. Todo es por la salud de mi hermano.

Elisa no quiso sentir el dolor de Jon, pero resultaba tan palpable que lo sintió. Suspiró profundamente, deseando alejarse de él.

—St. Clare, siento lo de tu hermano. Pero tu explicación no altera para nada las cosas.

Lentamente él se volvió para mirarla. 

—Ya veo.

Ella retrocedió un paso.

—Sigo sin querer ser tu esposa.

—Es demasiado tarde, Elisa. Ya está hecho. Estamos casados.

Por un fugaz instante, antes de que él bajara la mirada, ella vio un intenso ardor en sus ojos grises. El corazón le palpitó. ¿Qué significaba aquella mirada? No era la primera vez que la miraba así. ¿Y debería preocuparse de descifrar sus sentimientos más profundos? ¡No deseaba hacerlo en absoluto! Aunque eso no cambiaba el hecho de que ella estaba sufriendo por tener sentimientos por un hombre que solo la veía como una fuente de ingreso. 

Elisa cerró los puños.

—Coge mi dinero y vuelve a Irlanda a pagar las facturas de tu hermano. Pero deja que me quede aquí.

Él la miró sin pasión. Aunque tras su estoica expresión ella sintió una oleada de ira. Elisa no esperó a que respondiera. Salió presurosa de la habitación, allí  halló consuelo. Se arrojó boca abajo sobre la cama. Era perfectamente consciente del  hombre de la planta inferior, del extraño que despreciaba, del extraño que era su marido... un hombre que estaba sufriendo por la enfermedad de su hermano. Se dijo que no era asunto suyo, que no tenía por qué  compadecerlo. No le importaba. 

No tenía que importarle. ¿Aceptaría él su última sugerencia? ¿Dejaría que se quedara en Nueva York con su familia y se llevaría el  dinero? Después de todo, en principio él no quería volver a casarse. Qué dolorosa le había resultado aquella afirmación. Pero St. Clare estaba lleno de sorpresas. ¿Y si creía que su responsabilidad era llevarla a Irlanda a su mansión familiar? 

¿Qué podía hacer? ¿Desafiar a su padre y a St. Clare otra vez? Elisa estaba cansada después de los últimos meses de ocultación. No podía engañarse. Sus fuerzas y su valor estaban minados. No sería capaz de volver a huir.  Lo que significaba que tendría que aceptar el destino. Y si su destino era ir con Jon a Irlanda.

La imagen de St. Clare apareció ante ella. La primera vez que la había visitado ella se había quedado  prendada de su belleza masculina, de sus ademanes formales y de su porte aristocrático. Pero sólo era irresistible en la superficie; era un hombre frío y sin corazón. No era el caballero enfundado en una brillante coraza con el que ella había soñado desde niña.  

Llamaron a la puerta. Lisa se incorporó y se colocó la trenza sobre el hombro, pero guardó silencio. Quizá creyera que se había quedado dormida. 

—Elisa, soy yo. Aún quedan cosas de las que debemos hablar.

El corazón le palpitaba con fuerza.

—No hay nada más que hablar —exclamó —. Vete, St. Clare.

Él abrió la puerta y entró. Elisa se arrepintió de no haberla cerrado. Él la miró a los ojos. Mientras tanto ella se dio cuenta de  que tenía la falda subida hasta las rodillas y que seguramente su aspecto era indecoroso, tumbada en la cama. Se levantó. Él dijo: 

—Tenemos que acabar con esto de una vez por todas. No creas que puedes evitarme así como así. 

Para ocultar sus emociones, ella exclamó:

—Puedo hacer lo que quiera para evitarte, St. Clare. ¡Y pienso evitarte tanto como pueda para que desde  ahora hasta la muerte nos mantengamos alejados!

Él la miró fijamente, y luego recorrió su cuerpo de las faldas hasta los pies.

—Elisa, Lisa, eres más fuerte de lo que pareces... aunque aparentas ser una belleza delicada y frágil. No te habría  creído capaz de huir y esconderte durante tanto tiempo. Tu decisión y tu coraje son sorprendentes.

—No creo que sea un halago —dijo ella.

—No estoy halagándote. —Su mirada era penetrante—. Eres muy fuerte, aunque tengo la sensación de que  en verdad no lo eres tanto como pretendes. Creo que tu desafío contraría tu naturaleza.

—¿Así que ahora eres conocedor de mi verdadera naturaleza? —se burló, pero estaba asustada. Ese  hombre también era astuto. Desafiar a alguien no era normal en ella. En toda su vida nunca había desafiado a nadie.

El carácter de Elisa solía ser tranquilo. No era fuerte. Su hermanastra, Sofie, sí lo era. Los  últimos meses habían acabado con cada gota de coraje que poseía e incluso más. Se dirigió hacia una silla tapizada de rojo y se sentó, entrelazando las manos con fuerza para no revelar el temblor. No quería que St. Clare viera lo excitada que estaba. ¿Qué quería ahora? ¿Y por qué tenía que ir a buscarla a la intimidad de su habitación? 

Él se volvió y cerró la puerta lentamente, preocupándola aún más. Luego la miró de frente, apoyando un hombro contra la puerta. Su mirada era indiferente.  Elisa deseó que saliera de la habitación. Se levantó. 

—¿Qué quieres? Él agudizó la mirada.

—¿Por qué estás tan angustiada? No tienes motivos para tener miedo de mí. Nunca te haré daño, soy un  caballero.

Ella alzó la barbilla.

—No tengo miedo de ti.

—Estás temblando.

—No es cierto —mintió—. Tengo... frío.

 

Él esbozó una fugaz sonrisa que lo hizo mucho más atractivo de lo que ya era.

—Sólo quiero hablar contigo de nuestro futuro. 

A Elisa se le encendieron los ojos.

—¡No tenemos ningún futuro! 

—Vuelves a comportarte como una niña. Estamos casados y eso no va a cambiar. 

Aun así, creo que te gustará saber que en cuanto volvamos a Nueva York, me marcharé a Europa.  Elisa se levantó, demasiado aturdida para hablar.

—¿Sientes que me vaya? —se burló él. 

—¡Me alegro de que te vayas! —exclamó ella, pero sus palabras sonaron a mentira. Luego abrió mucho los ojos, alarmada por otro presentimiento—. Espera... ¿vas a llevarme contigo? 

Él negó con la cabeza.

—No. No he dicho que vayamos los dos. Me iré yo. Tengo que atender unos asuntos impostergables. En  primavera te mandaré buscar.

Elisa necesitó tiempo para asimilar aquello, e incluso cuando lo asimiló no acabó de comprender del todo sus  palabras. Iba a hacer lo que ella le había sugerido. Iba a dejarla en Nueva York llevándose sólo el dinero. Elisa debería estar encantada. Sin embargo, se sintió extrañamente consternada.  Antes él le había dicho la verdad con toda claridad: que de haber podido escoger, nunca se hubiera vuelto a casar, y había quedado claro que a ella no le importaría en absoluto. 

No debería importarle. Ya tenía el corazón roto. Entonces ¿por qué ahora se sentía acongojada? Él le devolvió su sorprendida mirada.

—Es lo que querías, ¿no es así? Que me llevara el dinero y te dejara.

Lisa sintió un peso en el pecho.

—Sí —balbuceó sin convicción.

—En primavera te mandaré a buscar —dijo él.

—Pero yo no iré, no veo el motivo de que envíes a alguien por mi.

—No pienses en desafiarme otra vez. No me obligues a volver a América a buscarte. —Eran palabras  suaves pero llenas de advertencia.

Elisa trató de imaginarse los próximos seis meses, estando casada con él, aunque residiendo en mundos  separados.

—Cuando llegue la primavera no obedeceré tus órdenes como una dócil lacaya, St. Clare. No te molestes en  mandarme buscar.

Él le miró los brazos cruzados.

—Entonces vendré yo mismo a buscarte.

—¿Por qué? Tú no me quieres... entonces ¿por qué? —Incluso ella advirtió dolor en sus palabras.

Él se había vuelto hacia la puerta, pero ahora se detuvo.

—En primavera te mandaré buscar porque eres mi esposa, para lo bueno y para lo malo.

—Oh, Dios —susurró ella—. Estoy condenada. 

Él titubeó, de pronto aparentando incertidumbre.

—Elisa, quizá en seis meses crezcas y te des cuenta de que tu suerte podría ser mucho peor.

Ella alzó una mano, incapaz de emitir palabra, mientras cálidas lágrimas le anegaban los ojos, deseando que  se marchara. Cuando recuperó el habla, su tono resultó amargo y ronco a la vez:

—Quiero estar sola.

Él asintió con la cabeza y se dirigió hacia la puerta. Pero como después de abrirla se detuvo, Elisa no pudo  evitar decir la última palabra.

—Jon...

Él se sorprendió de que lo llamara por su nombre. Una sonrisa agridulce le iluminó el rostro.

—Feliz Navidad, St. Clare.

Él palideció, mirándola fijamente. Y se marchó sin añadir nada. 

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