La mañana después de la nota misteriosa, el desayuno en la terraza era tenso como cable de acero. Adrián no paraba de mirar su teléfono, cara de piedra, mientras masticaba una arepa con huevos. Yo lo observaba, bikini aún puesto de la piscina, tequila de anoche dejando resaca ligera.
—¿Quién mandó esa mierda de mensaje? —pregunté, sirviéndome café negro.
—Un contacto en Italia —dijo él, voz baja—. El cargamento no se perdió en el mar. Lo robaron. Los putos rusos. Los Hombres de Negro. Konstantin y Serguei Saroski se lo cogieron entero: barco, tripulación, mercancía. Todo.
Maximiliano, sentado con Cata en sus piernas —ella en short cortísimo, tetas rebotando con cada risa—, soltó el tenedor.
—¿Rusos? ¿Esos cabrones de Moscú? Carnal, su imperio está jodido allá: sanciones, FSB pisándoles los talones. Vienen por el tuyo.
Adrián asintió, ojos oscuros.
—Konstantin, el capi, alto como poste, rubio platino, cicatriz de cuchillo en la mejilla desde una guerra en Ucrania. Serguei, su hermano,