Narrado por Adrián Salvatore
El avión aterrizó en la pista privada de Toscana con ese rugido elegante que siempre anuncia cambios grandes en la vida. Yo llevaba a Isabela abrazada contra mi pecho, su respiración lenta, frágil, pero firme. Estaba agotada. Demasiado.
El embarazo la estaba consumiendo… y a mí también.
—Amore, ya llegamos —susurré pegado a su sien.
Ella abrió los ojos despacio, como si le costara incluso despertar al mundo.
—¿Eso es… Italia? —preguntó, apenas un hilo de voz.
—Nuestra casa. —La besé en la frente—. Y donde te van a cuidar mejor que en cualquier hospital del planeta.
La puerta del avión se abrió y una ráfaga de aire mediterráneo nos envolvió: cálido, fresco, oliendo a oliva y tierra húmeda. Los guardias que traje desde Miami bajaron primero. Luego las enfermeras italianas: uniformes blancos impecables, caras serias, eficiencia pura.
Pero quien nos esperaba al pie de la escalerilla era ella.
Adriana Salvatore.
Mi madre.
La mujer que creí