Esta vez, los ojos de Clarissa, sin querer queriendo, volvieron a posarse en los labios de Giovanni, que se movían lento, con calma. Eran finos, serios, pero ella sabía bien lo suaves que podían ser.
Le vino a la cabeza la sensación de cuando él la besaba. Solo con mirarlos, los suyos empezaron a secarse, a arder. Tragó saliva y antes de poder evitarlo, los miró sin disimulo.
Giovanni sonrió con disimulo. Se estiró, desabrochó su cinturón y, al hacerlo, sus nudillos le rozaron el vientre.
Clarissa bajó la mirada, sintiendo sus instintos ardiendo.
—¿No vas a bajarte? —preguntó Giovanni desde su asiento, como si nada hubiera pasado.
Clarissa levantó la vista y lo vio ya acomodado, con una mano en el volante, tranquilo.
Salió del carro casi corriendo, pero todavía alcanzó a escuchar su voz:
—¿Tanta prisa tienes, señorita?
—Si bajamos juntos, nos van a ver. ¡Tú quédate en el carro un rato! —le gritó, ya entrando al edificio.
Giovanni se quedó en silencio.
Como si su carro no fuera reconoci