MELISA.
Vuelvo a la cocina. Mikeila está limpiando la sangre del suelo con una expresión de pánico contenido.
—Perdóname, Mikeila —le digo, mostrando mi dedo vendado con el pañuelo de seda de Kostas.
—Está bien, Melisa. Es el jefe. Se altera fácilmente —murmura.
El ambiente está tenso, pero el hambre aprieta. Recojo las verduras que logré picar y las utilizo para hacer algo rápido: una sopa simple y algo de pan. Sirvo dos platos, uno para mí y otro con una porción generosa para Mikeila.
La llevo a la pequeña mesa auxiliar.
—Ven, acompáñame a cenar.
Mikeila me mira como si le hubiera ofrecido un arma cargada.
—No creo que sea buena idea.
—Sí, sí lo es —insisto, tomando su mano y tirando suavemente de ella—. Tu jefe no está, y no quiero comer sola. Por favor, ven y siéntate conmigo.
Ella duda, mirando nerviosamente hacia la puerta que da al pasillo de servicio.
—Es que... las otras empleadas podrían tomarlo a mal. Ya sabes, la jerarquía y todo eso.
—Que lo tomen como quieran —respondo,