MELISA.
Cuando despierto, el hueco junto a mí está frío. Kostas no está a mi lado.
Me levanto de la cama, sintiéndome pesada y confusa. Me dirijo directamente al baño para darme una ducha larga y caliente. El agua no logra lavar la ansiedad ni la realidad que me espera.
Voy a la cocina, encontrándome con Mikeila, una de las empleadas de la casa, quien parece estar terminando de preparar el desayuno. Ella me mira y suelta una exclamación suave.
—Buenos días, Melisa. Tienes un rostro fatal, querida. ¿Dormiste bien?
—No, la verdad no dormí muy bien —admito, arrastrando los pies hacia la isla.
—Café —me ofrece Mikeila, ya sabiendo la respuesta.
—Sí, por favor —acepto con alivio.
Ella me sirve una taza humeante y me pregunta con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—¿Qué es lo que pasa? Te ves alterada.
Tomo un sorbo del café caliente, agradeciendo el calor. No puedo guardarme esto.
—No pude dormir porque anoche me acabo de enterar de cosas que han girado mi mundo por completo, Mikeila